El oficio y la clase (1ª de la feria de Otoño en Las Ventas de Madrid)

Son conceptos opuestos desde su mismo germen; la clase y el oficio son tan distintos que con uno se nace y el otro se aprende, pero sólo cuando ambos caminan a la par ponen a rugir una plaza. Puede hacerse con cuarto y mitad de uno o con tres cuartos de otro, pero entonces es necesaria la colaboración de un tercero, que tiene cuatro patas y que no siempre cumple requisitos para que se obre el milagro.
Hoy, por ejemplo. En la primera de Otoño salieron toros con clase, como el primero; y los hubo con motor, como cuarto y sexto; pero también con desentendida mansedumbre de pasar por allí como quien no está invitado a la fiesta. Cuando esto ocurre, sólo con oficio y clase cogidos de la mano se puede convencer a un tendido que sólo escucha lo que quiere oír, tenga o no autoridad para exigirlas o material para decirlas el que se asienta en el ruedo. Así es Madrid; un villano emputecido que hoy fustiga con el poder que le dio la industria a sus primeros antepasados, y blande el pendón de la autenticidad y el respeto vociferando payasadas que tiene que escuchar el que se juega las tripas.
Y cuando uno pone la barriga por delante y busca sentir otra vez el natural que pegó en el inicio de faena, olvidándose de oficios y capacidades y dejando al albur del destino su integridad no puede comprender que el que se sienta en la piedra no hable su mismo idioma. Y, como le falta oficio, no puede la clase volver a meterlo en la faena de la que lo sacaron los gritos del duro granito. Eso le ocurrió a un Diego Fernández al que habría que verlo con 20 novilladas toreadas y ese mismo quinto de El Ventorrillo, con su llegada reservona, su constante aviso, su embroque humillado y su desentandido final al que le dio el palentino variado trapo desde que se abrió de capa. Verónicas, chicuelinas, tafalleras, cordobinas y largas pasaron por el repertorio de Diego en los primeros tercios de una novillada donde nadie perdonó un quite, aunque se arrepintiese más tarde. Pero fue un natural en el inicio, encajado, dormido, al ralentí, largo y de encelada profundidad el que removió el corazón del torero, que dirigió todos sus esfuerzos a recuperar la sensación, a buscar ese pellizco deslizado entre los vuelos de la mano izquierda.
Era de clase el toreo de Diego, y lo sigue siendo. Propone el palentino de verdad, sabe lo que se juega y lo apuesta en la búsqueda de la pureza en el trazo y la largura bien vaciada, aunque no siempre lo consiga. Porque le falta el oficio que le sobra a Javier Jiménez y navegaría con mucho bien el sevillano por el mar del toro si le amparase la clase que le sobra a Diego. Los dos en uno hubiesen cuajado hoy varios novillos, pero siendo dos sólo saludaron ovaciones.
Pudo añadirse algún trofeo a la bolsa de Jiménez cuando sacó su movilidad el geniudo cuarto, y acudió con prontitud a la cita que ponía el sevillano en la distancia larga para tocarle de nuevo al llegar, no molestarlo en el primero y embarcar la repetición con inteligente suavidad, con ritmo, sin dejar que le tocase maldito el derrote. Dos tandas de esa movilidad que a Madrid no le importa que tenga entrega, que atisbe clase, que duela en los lomos. Dos tandas de acusadas inercias que concluyeron pronto porque se aburrió de correr el de El Ventorrillo, y entonces tuvo Jiménez que ir a buscarlo muy derecho, riñonudo en los cites, con la panza del trapo ofrecida adelante y el palillo siempre a su altura. Triquiñuelas de oficio tiene el chaval, y eso no es malo. Porque fue de verdad todo cuanto intentó y no le salió mal ninguno de los intentos, pero es complicado llegar al tendido de Las Ventas cuando no es evidente lo que sucede en el ruedo.
Por eso se fue en silencio cuando arrastraron al abreplaza, toro de reventar Madrid con la fuerza suficiente para que estuviese en pie. Pero fue de mimos y cuidados en la muleta del que mejor los cuidaba hoy, y de largos derechazos colocados donde quiso el sevillano que solían acabar las tandas en la arena por voluntad del torete. Nadie le echó cuentas a un trasteo casi perfecto, a la matemática precisión con que se levantaba el palo que llegaba caído para que encelase el vuelo al novillo en el natural, al sabio paseo reponedor que nunca vendió a la grada el rubio chaval. Todo eso al tendido le da un poco igual; el caso es que lo venda.
Como lo vende Juan Ortega, aunque no siempre lo haga. Fue dos toreros distintos en la misma tarde, y ninguno salió con bien del sanedrín de los gritos. Porque no se sabe muy bien si es torero de clase o de oficio; a pesar de que vende lo primero, estuvo mejor con lo segundo, y eso fue en el tercer acto. Le tragó Juan Ortega las llegadas por dentro, dejando la mirada antes del embroque vencido por ambos pitones. No se descompuso el chaval, que apretó el diente y dejó el vuelo a nada que tuvo ocasión. Le echó valor a la tarde de Las Ventas, donde bien sabe él que se viene a morir.
Pero no a que te maten, y fue lo que pudo conseguir con el exigente y enrazado sexto que demandaba gobierno y autoridad y recibía propuesta de natural de alhelí. Este sí hubiera agradecido un puyazo más que nadie pidió, pero tampoco se lo pegó Ortega con el poder de una muleta mandona. Soñaba el chaval con el muletazo de su vida, con coger el cáncamo con dos dedos, con dibujar en el vuelo el trazo de sus sueños. Hasta que llegó el colorao con brío, con ímpetu, con raza, y le informó que su sueño pasaba por imponerse primero y superar su escollo. Allí fue donde despertó Ortega a la realidad para ver cómo se le subía en lo alto el de El Ventorrillo sin que acertase a saber cómo. Ya lo sabreá a estas horas, porque sabe torear el de marfil y plata, pero aún esta verde para según qué mesa.
La de hoy exigía servicio de oficio y clase, de clase y oficio, que no tuvo juntos en el ruedo ni la terna ni el encierro, pero sí se juntaron unas con otras cualidades para el buen gourmet. No es ese, desde luego, ninguno de los que forman la banda del juez Merlitón que trata de imponer a gritos su gusto a toda la plaza. Como si los demás no hubieran pagao…
FICHA DEL FESTEJO. Plaza de toros de Las Ventas, Madrid. Feria de Otoño, primera de abono. Novillos de El Ventorrillo, serios y con desigual presencia. Noble y con cierta chispa el feble primero; deslucido y descompuesto el feo segundo; descompuesto y bruto el basto y complicado tercero; con movilidad geniuda el cuarto, aplaudido en el arrastre; de movilidad reservón y sin entrega el quinto; enrazado y con emotiva transmisión el exigente sexto. Javier Jiménez (purísima y oro): silencio y ovación. Diego Fernández (verde hoja y oro): ovación y ovación. Juan Ortega (marfil y azabache): silencio tras aviso y silencio tras aviso. Saludaron Miguel Martín y Juan Cantora tras banderillear al quinto. Algo más de media entrada en los tendidos.